Esta noche, por efecto de tu campo gravitatorio, soy un cometa ardiente que gira y gira en la oscuridad. Me consumo en vueltas infinitas, y me voy desgastando en una estela de brasas incandescentes que se dispersa hasta apagarse. De lo que he sido, no queda nada más que un rastro de recuerdo de luz y calor. Me precipito hacia ti en una espiral cerrada, al tiempo que me voy haciendo cada vez más pequeño y frío, anhelando el calor del impacto, la explosión del contacto. Una roca con envoltura de hielo en suspensión que se dirige irremediablemente a un punto no determinado de tu superficie (nadie se ha molestado en hacer los cálculos finos) y que, en su trayectoria, no piensa si sobrevirirá al choque o se pulverizará en una lluvia de arena cósmica, pues el choque es lo que, en ese preciso instante, le da razón y lugar en el equilibrio perfecto del universo.
Si hubieras nacido en otra época, en otro lugar, en una tribu más sabia que nuestros contemporáneos, con chamanes y hechiceros, se habrían referido a ti como aquella que rompe las órbitas, pues ningún objeto puede mantenerse a distancia constante de ti, y todos y todo se ven atraídos por tu fuerza, imposible de definir con fórmulas matemáticas, y más allá de las leyes de la física: una fuerza que requiere de chamanes y hechiceros para ser descrita (pero nunca explicada).
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