Hay que dejar constancia, si queremos ser justos (es el caso: aspiramos a la justicia), de que todo esto del universo me resulta, en el fondo y en última instancia, algo bastante inabarcable. Aquí me tengo que fiar de lo que dicen los –supuestos- expertos, y me fio porque tampoco hay nadie que proponga nada que pueda ser más interesante o más divertido y que, por muy descabellado que pareciese, mereciera la pena adoptar como credo. Por tanto, admito que hubo una explosión tremenda que proyectó la materia a chorros que se fueron expandiendo por el espacio y que terminaron por condesarse aquí y allí formando los cuerpos celestes. Lo que había antes de la explosión no me queda claro del todo, pero, en fin, no parece cosa de preocuparse en exceso, porque lo que hubiera antes de todo debía tender a la nada, y mal estaríamos si tuviéramos que preocuparnos por detalles minúsculos: este es un universo sometido a la ley del punto gordo, y basta con que las cosas tengan sentido de manera más o menos general; no es imprescindible que todas las piezas encajen suave y elegantemente: hay espacio para desajustes mínimos. Hablamos a escala cósmica, pero sin renunciar al detalle. Decía, pues, que hubo una explosión, y que la materia (o la energía, que para el caso es lo mismo, o fue lo mismo, o será lo mismo) se fue enfriando desde su estado inicial de incandescencia hasta algo parecido a pedruscos. Pero pedruscos de distintas categorías, calibres y calidades, desde simples asteroides, planetoides y planetas (moles de roca sin otra función que atraerse, repelerse y, de vez en cuando, chocar unos con otros), hasta estrellas ardientes y radiantes, pasando por cometas, flujos de radiación, concentraciones de polvo estelar y otros cuerpos aún por descubrir, que incluyen anomalías de todo tipo y excepciones a las reglas generales: desajustes.
Ahora bien, esta incomprensión sobre los mecanismos más elementales que confluyeron en la génesis de nuestro universo no impide considerar el papel fundamental de mi voluntad en todo el proceso. En primer lugar, porque es evidente que tuvo que existir una voluntad informándolo todo, y que, en esa línea, y prescindiendo de sensiblerías religiosas, tanto da que fuera una inteligencia más o menos etérea y desubicada (no podía venir de otra galaxia, porque aún no había otras galaxias, ni -en puridad- ninguna galaxia) o que fuera una sencilla gota de mi voluntad, una palabra, como unidad mínima del ánimo, que fue desplegándose una y otra vez y expandiéndose hasta encarnarse en la materia. Me gusta más pensar que fue esto último, la palabra, porque me permite perderme en imaginar cuál fue esa primera palabra que hizo nacer la realidad.
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